miércoles, 25 de marzo de 2009
El viejuno de paseo.
Desde que empezó el curso académico he ido descuidando mi acondicionamiento físico en beneficio del intelectual. Tantas horas sentado delante de los libros y el ordenador sin alternarlo con ejercicio físico me están pasando factura. Es por ello que esta mañana he salido a caminar. Anduve durante una hora. Salí de mi casa, en la Plaza de San Cristobal, bajé a La Explanada, giré a la izquierda y me dirigí al Paseo de Gomis. Recorrí el paseo escuchando como las olas golpeaban suavemente la arena húmeda de la playa del Postiguet. Me fijaba en los detalles pues ayer el profesor Santiago Roca nos recomendó un ejercicio que él realizaba para mejorar la concentración: Se trata de buscar, mientas se pasea, la imagen que nos parezca más idílica para después escribir sobre ella. Esto, dice el profesor, ayuda a que durante nuestro paseo la mente esté concentrada en la descripción de las imágenes que contemplamos y no vagando sin cesar como tiene costumbre. Así que el suave martilleo de las olas sobre la playa me pareció una imagen idílica, pero la caminata acababa de empezar y encontraría más escenas que podrían encabezar mi particular lista de las escenas bucólicas de mi paseo matutino.
Había recorrido apenas unos metros por el Paseo de Gomis cuando vi que en un banco estaba sentada, dando la espalda al mar, una señora de edad avanzada. Tenía dispuestos en el banco diversos utensilios. Se trataba de un bote de esmalte de uñas, otro de acetona, una lima, una toalla de mano y una bolsa de algodón. Comprendí que se estaba arreglando las uñas. Me gustó que no lo hiciera en su casa, y que prefiriera hacerlo al aire libre, de buena mañana, tomando el sol y sintiendo la suave brisa del mar. Me pareció que tambiém se trataba de una imagen idílica. Al fin y al cabo ella también estaba realizando un ejercicio de concentración. No existía nada más en el mundo aparte de sus uñas. Y al mismo tiempo estaba disfrutando de la playa como yo la hacía caminando. Los dos cuidábamos de nuestros cuerpos, quizá los únicos tesoros que ambos poseemos. No me detuve y proseguí mi camino.
Llegué a la estación de La Marina y crucé la avenida Juan Bautista Lafora por el paso de peatones bajo el Scalextric. Es curioso como se bautizó a este paso elevado. Lo construyeron cuando yo era un niño y la gente le puso un mote de inmediato comparándolo con las pistas eléctricas para coches de juguete. Llegué al barrio del Rabal Roig, subí las escaleras que unen la calle Santa Ana con la calle Virgen del Socorro. Al llegar arriba giré a la derecha y en la siguiente esquina tomé el camino sin asfaltar que sube por la ladera norte del Benacantil. Este camino muere en la carretera que va desde el sanatorio del Perpetuo Socorro hasta el Castillo de Santa Bárbara. Cuando llegué a la carretera me encontré con un hombre de unos 60 años, con el pelo canoso, unas gafas bastante anticuadas, y un chándal de un verde escandaloso. El hombre le estaba sacando fotos a un gato gris que estaba tumbado en el pretil que bordea la carretera. El gato al verme se asustó y se fue. El hombre se limitó a darme los buenos días, yo le devolví y el saludo y seguí mi camino rumbo a la cumbre del Benacantil.
Hacía tiempo que no subía al castillo y hacerlo me pareció una buena forma de empezar a hacer ejercicio. Al llegar a la primera puerta no encontré a nadie. Eran las nueve y medía. En la siguiente puerta me encontré con un camión de reparto de la Coca-cola. Recordé entonces mis viajes de juventud con mis amigos por México cuando vivía en aquel país lleno de contrastes. Más de una vez llegamos a pueblos recónditos, después de estar horas y horas circulando muy lentamente por caminos de tierra infernales; llenos de barro, precipicios y curvas sin fin. Al llegar a muchos de estos pueblos nos sorprendíamos al ver el camión de la Coca-Cola abasteciendo a la diminuta tienda de comestibles del pueblo. Eso sí la tienda lucía en su fachada un llamativo letrero rojo con el anagrama de la dichosa bebida -nosotros le llamábamos: “las aguas negras del imperialismo yanqui"- y una leyenda del tipo: “Abarrotes La Lupita”.
Saludé al amable repartidor de tan refrescante bebida y seguí mi ascenso a la cumbre. Entonces vi unos letreritos clavados en las jardineras. Se trataba de unas tablas de madera fina clavadas a una estaca que a su vez estaba clavada en la tierra. Las tablas tenían un pequeño letrero plastificado sujeto con clavos, grapas y chinchetas oxidadas. La leyenda rezaba: “Mi nombre es Hibicus Rosaceae Sinensis, estamos aquí para que ustedes disfruten de nosotras las plantas y no nos pisen. Nosotras también sentimos el dolor, pero no podemos quejarnos. Por favor, cuidarnos. El jardinero”. Le tengo que preguntar al profesor Roca por ese cambio del cuídenos por cuidarnos. Para mi fue otro momento idílico imaginarme al jardinero construyendo los letreros para defender a sus queridas plantas.
No obstante, la imagen que ganó a todas por goleada fue la de una planta, un Sauzgatillo, rebosante con sus flores color lila, en la cual libaban abejas y mariposas en perfecta armonía. Debido a que hace apenas tres días que entró oficialmente la primavera y como homenaje a tan exquisita estación del año - y digo esto a pesar de sufrir alergia – declaro que ésta es mi imagen idílica de hoy.
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